Mundo Pequeño Colorido - Budapest (papel)

El reloj del Gran Mercado marcaba ya más de las cuatro de la tarde, pero aún hervía. El pilar del Puente de la Libertad se alzaba sobre el arquitecto como si fuera la Torre Eiffel; tal vez fue obra del propio Maestro*, razón por la cual le tiene tanto cariño a este puente. Reflexionó unos minutos sobre el Danubio mientras caminaba hacia la Universidad. Cada clavo, cada lámina de hierro, era un amigo. Los delgados arcos de acero se curvaban hacia la izquierda y hacia la derecha, hacia adelante y hacia atrás; ¿Qué podría ser sino el viejo sauce que deja que sus pies, esas diminutas enredaderas de hierro fundido, cuelguen del agua, con pequeñas hojas en lo alto, grandes aves posadas silenciosamente en los picos de los pilares, descansando para siempre? Las enredaderas crecen más allá de las copas de los árboles y los paracaídas de acero de diente de león de la barandilla flotan en el cielo anaranjado del final de la tarde mientras el viento del Danubio acaricia la ciudad. Las raíces del puente penetran profundamente en la espesa capa de grava debajo del agua.

Caminando por el terraplén, el arquitecto se dio cuenta de que toda la ciudad cabía bajo el puente, desde palacios, graneros y patios ferroviarios hasta incluso los dirigibles rayados que flotaban bajo el Puente de la Libertad. Incluso las farolas que llegaban hacia el cielo preferían doblarse en espiral para evitar golpearse la cabeza. El Arquitecto debía hacer una maqueta para el día siguiente, pero ahora descubrió que sus tijeras, esenciales para el trabajo, de alguna manera habían terminado encima de uno de los pilares del puente, y estaba un poco preocupado por el destino. de los pájaros de hierro.

Y el mundo se encogió a su alrededor y, finalmente, una pequeña semilla lo encerró todo. Llegó el otoño, el invierno, llegaron los años nuevos, los esféricos y los cuadrados, y luego el nuevo Milenio con sus muchos ceros. De vez en cuando, el Arquitecto lo miraba: el pequeño mundo, encerrado en un núcleo, se volvía cada vez más colorido, nunca igual dos veces. Azules fríos y verdes invernales, a veces turquesas encantadas, atardeceres anaranjados de Australia u olas de tormenta carmesí llameantes que ardían furiosamente, la última vez que los colores brillantes de los cuentos de hadas brillaron en la oscuridad total. No recordaba cuándo el gato de Lili, Bigote, había subido a lo alto del palacio ni cuándo la lejana cúpula de la Basílica había flotado sobre el puente, pero efectivamente, todo tenía una razón. Un arquitecto mayor, ahora de pelo gris, le devolvió la mirada desde el espejo.

*Gustave Eiffel

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